Pónganse en situación: una pareja discute. Ella, recelosa porque él no atiende a sus reclamos amatorios, amenaza con delatarle llamando a la policía. Alcoholizada, se encierra en su habitación llevándose el teléfono con ella y haciéndose un lío con el cable mientras se revuelve lastimosamente sobre el colchón. Él aporrea la puerta desesperado temiendo que ella cumpla su amenaza. Decide romper el aparato tirando con todas sus fuerzas del cable al otro lado de la puerta para desconectarlo. El cable está, por descuido etílico, enredado al cuello de ella…
Una secuencia así sólo es posible en una pequeña joya atípica del cine negro, rodada por un emigrado director checo muy infravalorado (colaborador de los grandes maestros del cine expresionista centroeuropeo. No llegó a estrella por fugarse y casarse con la mujer de un productor poderoso, sobrino de un fundador de la Universal -así es difícil, claro-), con un presupuesto pírrico y en unos diez días. Prácticamente dos personajes, prácticamente tres decorados, prácticamente una road movie. Teóricamente una película de serie B y, en la práctica, una pequeña joya redonda, concreta y sumamente efectista.
De nuevo nos topamos con el cine en estado puro. Aquel que no necesita más que una buena historia (ni siquiera demasiado compleja) y unos actores con presencia. Más que suficiente para transmitir. Luego ya, como en todo arte, puedes dedicarte a inflar globos muy pomposos pero huecos por dentro (algunos con helio del que da risa) o armar un yunque de base que puedes pintar de lo que quieras, que no lo mueve ni un tornado. Porque puedes dotar al conjunto, si es sólido, de los colorines que quieras, incluso de cierto estilo claro. Una buena femme fatale, unos garitos de carretera con gramola, unos planos de tensión con el reflejo de los protagonistas en el retrovisor, etc. Todos buenos copilotos para una idea que maneja el volante con firmeza.
Derrotas vitales, destinos fatales e inevitables, mujeres ídem y hasta (qué pena) un tener que cumplir con el desastroso Código Hays moralista de la época (así que ya sabéis niños, si eres malo, tarde o temprano te pillan y acabas pagando). Lo que se paga con gusto, con código o sin él, es una entrada para disfrutar de esta ‘cosita’ tan bien hecha.
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