Hoy os traemos la miniserie de televisión dirigida por Woody Allen: crítica de Crisis en seis escenas.
‘Una vez conocí a un proctólogo que encontraba a dios en los sitios más inesperados…’
Siempre nos quedará Woody Allen. Pese a sus cuitas judiciales, sus turbios asuntos conyugales, su edad…; pese a su intento de convertirlo en un subproducto comercial; pese a que su tiempo parezca haber pasado ya. Pese a todo, sus chispazos de ingenio restallan como una mascletá en la gris y callada mediocridad actual.
Fue en 2016 cuando le convencieron para entrar en el fragor y auge moderno de las series. Debieron decirle: ‘que salgas tú de actor, como en los viejos tiempos, y con el personaje neurótico que te llevó a la fama. Dentro de eso, haz lo que quieras que aquí va nuestro cheque.’
Y he aquí que el bueno de Woody se sacó de la manga su propia versión en seis capítulos del ‘Uno, dos, tres…’ de Billy Wilder. Ambientada en plena Guerra Fría, presenta su propio plano-contraplano del comunismo y el movimiento revolucionario antisistema. Este trasfondo da, a su neurótico personaje prototípico, la vuelta de tuerca como contrapunto a todo lo antisistema. Frente a las grandes movilizaciones sociales, él argumenta que se comen sus barquillos preferidos. Funciona cómicamente y parodia con acierto los grandes propósitos de movilización y teoría política. Frente a la grandilocuencia, barquillos. Imposible empatizar a veces.
Seis capítulos ligeros, sin pretensiones y con el trasfondo que uno quiera darle. Plantea grandes dilemas de acción social y, sin embargo, resulta entrañable en su inmovilismo y decadencia. Igual su moraleja es precisamente la ausencia de ella. Lo vacío y a veces ridículo de las grandes intenciones políticas frente a la importancia de lo cotidiano e inmediato, también ridículo la mayoría de las veces. Las miserias del estatus quo; la inutilidad y falsedad de las revoluciones grandilocuentes.
Todos los capítulos discurren con una sonrisa permanente ante los chispazos que salpican los diálogos, cargados de ingenio más que de voluntad de incendio; y así todo se va haciendo más que llevadero hasta el capítulo final que deviene en un camarote de los Hermanos Marx francamente logrado. Las parejas deseando recibir terapia correteando por la casa como pollos sin cabeza, sumadas al más divertido grupo de lectura de ancianitas revolucionarias y al resto del reparto desbocado, crea un totum revolutum que sin duda es lo mejor de la serie.
Luego está el toque de pimienta. Miley Cyrus, cuya incorporación al casting podía parecer un reclamo sensacionalista y que resulta una elección de los más oportuna. No por la calidad interpretativa de la susodicha, sino porque se intuyen pocas actrices más capaces de sacar de quicio a protagonistas y espectadores, lo que era la verdadera intención de la elección.
En definitiva, seis capítulos ligeros con pocas pretensiones de pasar al recuerdo como una gran obra, y grandes pretensiones de hacer reflexionar sobre la utilidad de las grandes movilizaciones políticas; todo a base de diálogos cargados de latigazos humorísticos geniales. La intrascendencia de lo trascendente en seis sencillos pasos.
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