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NOTRE DAME de París: el fuego que nos recordó la obra maestra de Víctor Hugo.

En la tarde del 15 de abril de 2019, el corazón de Europa, la iglesia catedral de Nuestra Señora de París, icono de la cultura europea y de la fe cristiana al mismo tiempo, ardía presa del fuego. Dos tercios de la techumbre fueron destruidos. La aguja cayó y los rosetones fueron seriamente dañados. Muchos ciudadanos, parisinos y no parisinos, franceses y no franceses, contemplaban la escena como si estuvieran reviviendo un drama familiar. Porque París no es París sin su torre Eiffel, su catedral y su museo del Louvre. Porque la catedral forma parte del imaginario que todos tenemos en la cabeza de la capital de Francia. Al día siguiente, en las librerías se dispararon las ventas de NOTRE DAME DE PARÍS, el libro escrito por Víctor Hugo, como si la gente quisiera inmortalizar el monumento en sus páginas. 

La obra del escritor francés, que elevó al plano literario a la catedral, fue concebida en un primer momento como una defensa del gótico, en una época en la que la destrucción de los edificios antiguos era el mantra de los gobernadores. No obstante, pese a ello, la novela va evolucionando hacia un canto a los desheredados, a ese pueblo gitano maltratado, a los parias de la tierra, a los hombres y mujeres que, lejos de tener grandes ambiciones, tan solo desean vivir felices y en paz. 

Ambientada en el París del Siglo XV, y en torno a su catedral, el inmortal clásico de Víctor Hugo se centra en la figura de una inocente muchacha gitana, Esmeralda, que toca la pandereta por las calles de París en compañía de su cabra Djalí, y los amores y pasiones que inconscientemente despierta a su alrededor: Phoebus, el frívolo soldado de la guardia real; Frollo, el lujurioso arcediano; Quasimodo, el deforme campanero de la catedral, abandonado en su niñez.

Y aquí llega una de las figuras más atrayentes de la obra literaria. Quasimodo, un hombre sordo, jorobado y apenas capacitado para comunicarse con los demás, vive recluido en la catedral, bajo la custodia del arcediano Frollo, y con la única compañía de las piedras y campanas del monumento.

“Así fue como poco a poco, desarrollándose siempre en el sentido de la catedral, viviendo y durmiendo dentro de su recinto sin salir casi nunca, soportando constantemente su presión misteriosa, llegó a parecerse a ella, a incrustarse en ella, por así decirlo, a formar parte integrante de ella. Sus ángulos salientes encajaban -discúlpesenos esta figura- en los ángulos entrantes del edificio, y parecía no solo su habitante sino su contenido natural. Casi podría decirse que había tomado su forma, al igual que el caracol toma la forma de su concha. Era su morada, su agujero, su envoltura. Había entre la vieja iglesia y él una simpatía instintiva tan profunda, tantas afinidades magnéticas, tantas afinidades materiales, que en cierto modo estaba adherido a ella como la tortuga a su concha. La rugosa catedral era su caparazón.”

El libro, erigido como un auténtico monumento literario, nos interpela en sus páginas con una pregunta: ¿Quién es el hombre y quién es el monstruo? ¿Qué pesa más? ¿La deformidad del cuerpo o la del alma? El libro es, en fin, un alegato frente a las clasificaciones sociales y las etiquetas, los prejuicios y el odio al extranjero o diferente, que vive en los tiempos actuales, por desgracia, un nuevo resurgimiento.

Pero además, como dijimos al principio, la obra está concebida por Víctor Hugo como una auténtica denuncia frente a los abolicionistas que en su época pretendían destruir el gótico de París. En sus páginas vemos como el escritor hace una cerrada defensa del arte, una loa a esa catedral que imponente y silenciosa, hermosa y digna, presidía París. Tan es así que la iglesia es algo más que un escenario, casi se podría decir que es un personaje más, con el que el resto tiene una u otra relación. Phoebus y la catedral, Esmeralda y la catedral, Frollo y la catedral, y, sobre todo, Quasimodo y la catedral. A todos habla, a todos dice algo, todos guardan un sentimiento para ella. La catedral, en la novela, es refugio y guarida, denuncia de la conciencia y símbolo, a su manera, de la unidad.

Sobre los personajes, cabe reseñar que, al igual que con Los Miserables, Victor Hugo también analiza su comportamiento, tratando de hundir la historia en el origen de sus personajes para explicarnos sus motivos. En ese sentido, vemos como cada uno tiene una historia detrás y una evolución coherente a lo largo de sus páginas. 

El libro, tan vendido después del incendio, es, en fin, por derecho propio, una obra maestra. Que no venga otro fuego a tener que recordárnoslo.


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