Recuperamos un clásico del 1957: crítica de TESTIGO DE CARGO de Billy Wilder, culpable de genialidad.
De vez en cuando apetece ponerse una película clásica de juicios. Café caliente, manta y a ‘testificar’, que fuera hace frío y llueven superhéroes. Y es que el género en cuestión posee un particular efecto de inmersión y una especial capacidad para crear microcosmos, generando ese efecto contemplativo en el espectador a lo ‘mirar terrario de hormigas’. Será por todo el protocolo legal, pelucas mediante, pero lo cierto es que ese formalismo procedimental resulta hipnótico.
De los mejores ‘casos’, nunca mejor dicho y habidos, fue el resultado de fusionar a dos genios. Pasó algo similar con la joyaza del cine negro, ‘Perdición’, que colisionó saltando chispas a su padre literario, Raymond Chandler, y a uno de los más agudos directores de cine de todos los tiempos como lo fue y siempre es el austrohúngaro Billy Wilder. Con ‘Testigo de Cargo’, el director se puso a adaptar a la gran reina del crimen Agatha Christie, y el resultado sentó jurisprudencia.
Para empezar, todo el proceso de aceptación del caso resulta magistral. Maravilla de guion que mejoró a la estupenda novela añadiendo un oscarizado combate dialéctico desigual y sin igual.
A un lado del ring, el letrado Charles Laughton (no se puede estar mejor. La ‘prueba del monóculo’ y la secuencia del salvaescaleras son memorables. Durante el juicio ni siquiera mira a la defensa, incluso se aburre solemnemente. Escucha los alegatos como quien escucha una partitura fácil para interpretarla después), peso pesado, también en ironía y expresividad contenida; en la esquina contraria Elsa Lanchester, aspirante al cinturón de campeona en el papel de enfermera implacable tras la Fletcher de ‘Alguien voló sobre el nido del cuco’ o la Kathy Bates de ‘Misery’. Finalmente baja algo de peso y compite en wélter con la Thelma Ritter de ‘La Ventana indiscreta’ de Hitchcock. Inolvidable en cualquier caso y resultando en definitiva dos púgiles en el ring de la astucia, sarcasmo, intención y malicia (pueden soltarse barbaridades tipo ‘si fuese usted mujer la azotaría’ y desencajar mandíbulas a risotadas).
Como en la lucha libre por equipos que chocaban la mano para dar el testigo a otros, suben también al ring un correcto Tyrone Power y sobre todo una Marlene Dietrich que se lo merienda cual mantis y no religiosa precisamente. Su desgarro del pantalón es icónico y después de la secuencia en la buhardilla yo siempre llevo encima un bote de café soluble por si acaso, no digo más.
Por otro lado, es un malabarismo de genio el crear giros en la trama con tan pocos personajes. No hay demasiadas posibilidades de culpabilidad y, sin embargo, se trastea al espectador con maestría. Quitando el desenlace final algo precipitado y teatralizado (como la obra original por cierto) asistimos a un muy interesante giro de tuerca. A mí es que cuando se finaliza en los créditos previniendo lo siguiente:
La dirección del teatro sugiere por el entretenimiento de sus amigos que no hayan visto la película, que ustedes no divulguen, a nadie, el final secreto de Testigo de cargo.
A mí con eso ya me gana.
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