Henri-George Clouzot, el Hitchcock francés. Hoy os traemos la crítica de El Cuervo.
Padezco de cierta manía persecutoria, cinematográfica principalmente. Cuando un director creo que ha sido el principal responsable de una de mis cinco o diez películas favoritas de todos los tiempos, tengo que hacerme con toda su filmografía, sin excepción. Preminger, Fritz Lang, Wilder, Campanella, Hitchcock, Hawks, Kubrick, Inagaki, Kurosawa, Kim Ki-duk, Bergman, Walsh, Chan-Wook, Jean Renoir…
Mis manías no son fáciles, pero de esta forma llegué al segundo largometraje del conocido como el ‘Hitchcock francés’, el responsable de mi adorada ‘Las diabólicas’.
‘El cuervo’ comienza con una trepidante y quizás muy atropellada presentación coral de los personajes relevantes de St. Robin, un pequeño pueblo galo. Habitantes con secretos turbios que unas cartas anónimas se encargarán de ventilar, sembrando la discordia y desconfianza entre ellos.
Poco a poco, los protagonistas irán siendo calados y cazados en toda su degradación moral. Ese ‘desenmascarar’ la aparente armonía rural y campestre valió a la cinta acusaciones incluso de colaboracionismo con la ocupación nazi durante la que fue filmada (Su pareja principal fue encarcelada y su director condenado dos años sin poder trabajar). Quizás por su potencial desestabilizador, quizás por atender a las inmundicias de la naturaleza humana y a la desconfianza interna cuando debía de hacerse frente al enemigo exterior común. Le pueden acusar de no ser presentada en un momento adecuado, sin embargo, siempre es buen momento para reflejar las inmundicias humanas, la doble moral, la fragilidad de las mentiras piadosas.
Pese al caótico y acelerado ritmo inicial y la falta de profundidad de fondo en algunos personajes, se nos presenta una muy interesante y aguda desesperanza en la pequeña comunidad humana. Una comunidad que, como toda sociedad rural y estrecha, necesita poca mecha para saltar por los aires. Los lazos y secretos entre desconocidos están tan prietos y tensos que, las envidias, desconfianzas y rencores pasados con los que están atados rozan continuamente las pieles.
Toques de intriga Clouzotiana con el desenlace en giro tirabuzón marca de la casa, una fotografía maravillosa y unas buenas interpretaciones con el eterno enfado de Pierre Fresnay y la fabulosa mirada cansada de Ginette Leclerc, acompañan a unos diálogos deliciosamente resentidos y descreídos, el gran punto fuerte de la cinta. Y por favor, no se pierdan la secuencia en la que se reprocha creer en el bien y mal absoluto como si el bien fuese la luz pura y el mal la sombra, todo mientras se enciende una lámpara y se la da impulso para oscilar entre medias de los dos protagonistas del diálogo. El juego de sombras que se produce da lugar a la mejor metáfora de la historia del cine sobre la ambigüedad y el relativismo moral. Absolutamente luminosa.
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