“La importancia de elegir bien los detalles sobre los que enfocar la atención para lograr una narración propia y atractiva”
A veces, y muy especialmente en el cine, recrearse en elaborar un plano secuencia recomponiendo las astillas de una puerta puede producir un efecto terriblemente emocionante y tenso, más que muchas expresiones faciales o explosiones espectaculares. El enfoque, saber elegir qué es exactamente lo que quieres contar y con qué intención, planearlo con cuidado, jugar con los sonidos, el ritmo, cortar los planos… Es el montaje, amigo.
Una lección, no sólo de montaje sino de manifiesta influencia de un director sobre su obra, es la de Robert Bresson en su película más neta, más magra, como es esta que nos ocupa de 1956, adaptando el verídico relato de André Devigny y que conforma una de las más finas, minuciosas e impactantes cintas de fugas carcelarias de la historia.

Una obra maestra que cuenta con elementos muy simples: apenas una celda dos por dos, un patio donde vaciar los cubos de desechos y un lavadero; y que sin embargo sorprende de primeras por ir directamente al grano. Nada de alargar los motivos del encarcelamiento, las causas de la condena, explicar el contexto de la ocupación nazi (el propio director por cierto estuvo más de un año en un campo de concentración). Nada de largas conversaciones o monólogos apenados, ni siquiera un alarde actoral de angustia interpretativa (Bresson huía de actores profesionales, incluso evitaba que se miraran entre ellos para no cargarles de una intensidad que no buscaba reflejar ahí). Nada de eso, la película tiene una intención y va a por ello con descaro y valentía, directa y austeramente a la celda donde las ansias y esperanzas del protagonista por escapar harán uno con el espectador. Frotando dos simples palos mojados con mucha dedicación, logra encender una hoguera y hasta prender una colina entera.
Estamos ante lenguaje visual en estado puro, expresionista, desnudo, casi espiritual a lo Dreyer. Planos minimalistas que se repiten una y otra vez y que nunca resultan iguales. La de veces que podremos ver abrirse la puerta de la celda y siempre con la emoción de ver qué mirada contenida de condenado estará esperando detrás. La de veces que los soldados harán callar a los represaliados en los pocos intercambios permitidos, y siempre provocando un sobresalto en el corazón de las butacas, como si la reprimenda fuese para ellos.

El sonido merece capítulo aparte (nunca fue más obligada la versión original). Bresson lo manipula con arte como un arma más con el que atacar la conciencia del espectador. El proceso que usaba era asombroso: rodaba las escenas; se sentaba a verlas (después de repetirlas hasta la extenuación y sin dar nunca ninguna orden al reparto. Sólo paraba cuando lograba la naturalidad espontánea que buscaba) y se imaginaba el ritmo, el tono, la cadencia adecuada. Entonces hacía pasar al actor en cuestión y le hacía recitar las frases otras mil veces hasta dar con la frecuencia buscada. Más tarde, en el montaje, se sincronizaría con la imagen y no siempre de manera perfecta sino jugando con el desasosiego(pitidos de trenes, ruidos inquietantes mediante…), la contención…, en definitiva, el maridaje intencionado con la imagen.
Estamos ante una ocasión única donde la emoción de la pantalla no reside en las interpretaciones, ni por descontado en los efectos especiales, ni tan siquiera en la trama argumental. La emoción se otorga graciosamente por mera voluntad del director. Cuando y como él quiere (hay un efecto increíble que es cortar los planos y obligar a elegir al espectador entre observar al objeto o la expresión del protagonista, creando una estupenda tensión por estar perdiéndose algo).

En el magnífico documental que preside los extras de la edición (‘La esencia de las formas: Robert Bresson distorsiona el significado’), se compara acertadamente su impacto con las pinturas de Van Gogh. “No se trata de girasoles. En su manejo único de las formas, en su deformidad, dejas de ver el elemento simple para contemplar la peculiar visión, el sentir, la interpretación del autor”. Aquí pasa lo mismo, en las retorcidas pinceladas de sus planos (Bresson acabó dedicándose al cine porque sus pinturas no las contemplaba nadie) no ves una celda ni una escapada más o menos simple. Se puede contemplar, como en pocas ocasiones, el sentir de un cineasta, su mirada, su percepción, su dedicación…, su obsesión.
Que critica más acertada