“Cuando sacar a una vaca de un río contiene mil veces más emoción que juntar las gemas de todos los guanteletes habidos y por haber”
Y me explico mejor: a menudo me preguntan por qué considero que el cine clásico (acotemos por ejemplo hasta los 60) es esencialmente mejor que todo el posterior. Que si ‘no se debe generalizar’, que si ‘cine bueno se ha hecho en todas las décadas’… y no falta razón. La cuestión clave es la conexión con el espectador.
Y es que la imaginación vuela mejor cuando se despega de una pista sólida y reconocible. Primero hay que agarrar firmemente al espectador a la butaca, hacer que se identifique con la historia, que ‘se la crea’, que la vea posible o incluso pueda aplicarla a sus propias vivencias. Luego ya puedes arrancar el motor y hacer que la mente planee a placer; ya puedes marcarte todas las piruetas que quieras, que los espectadores las van a acompañar y disfrutar con gusto.
Pues es la diferencia fundamental del cine clásico, que sus historias (mejores y peores, no había efectos especiales con los que disfrazar sus carencias. O tenías una buena historia y unos buenos actores o no tenías nada) agarran al espectador por dentro, lo enchufan con los personajes y hacen que constantemente se esté preguntando ‘¿qué haría yo en su lugar?’. Verse a uno mismo colgándose de telarañas por los edificios, por lo que sea, cuesta algo más.
Y he aquí que uno tiene la oportunidad de ver en pantalla grande esta joya escondida de Jean Renoir (no ha hecho una mala y resulta tan infalible como su padre pintor. Ésta es la tercera de las cinco rodadas en USA tras huir de la ocupación nazi) y queda maravillado con este relato de la América profunda que, de haber caído en otras manos (las propias del país de origen) habría derivado en un melodrama meloso y ultra patriótico católico sin remedio.
Porque contiene todas las contraseñas que descifran el género: familia de granjeros que bendicen la mesa con dos hijos, abuela y perro gruñones; comunidad con sus cosas a lo ‘Qué bello es vivir’ y lucha por la supervivencia rural a lo ‘A dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre’. Y cuando todo apuntaba a ñoñería, mojigatería y propaganda conservadora, llega la curtida mano europea para sorprender con una veraz exposición de las condiciones del campo; el sustento emocional de la familia en contraposición a las envidias y traumas sociales (que se explican bien en tonalidades de grises); un romanticismo sutil maravilloso y muy poco empalagoso… ¡Si hasta hay una especie de plegaria desde el arado que no desentona! (de salir algún cura, que gracias a dios no es el caso, darían hasta ganas de dejar que los niños se acercasen a él… Inédito)
En definitiva, buenismo bien. Una perla escondida del director (vale, no es como mi reverenciada ‘Una mujer en la playa’ -pero es que casi ninguna llega tan alto-); unas ‘Uvas de la ira’ menos cruentas y con menos pretensiones, pero que logra reconciliarte con la humanidad sin recaer en la pastelada. Y eso tiene mucho, pero que mucho mérito.