Crítica de El Ángel Exterminador de Luis Buñuel: los límites de lo surreal.
Que dios me perdone. Dios me libre de poner un pero a una obra tan maestra del séptimo arte; a dios pongo por testigo que esta falta de modestia mía será debidamente castigada de alguna forma. Lo confieso, he tenido la oportunidad de volver a ver El Ángel Exterminador, esta deslumbrante cinta del maestro aragonés (en esta ocasión en pantalla grande gracias a un ciclo en mi ciudad) y creo que con un par de nimios retoques sería de la humilde opinión que quedaría como una joya más redonda de lo que ya es. Mi pecado será hacerlo público.
Mi inoportuna, inútil e innecesaria aportación, por supuesto por nadie solicitada ni interesada, es poner un sencillo marco, limar los bordes que se sobresalen un pelín. Es como coger a La Mona Lisa y recortar las puntas del lienzo deshilachado por las esquinas. Sacrilegio.
Sé que es poner puertas al mar imaginativo de un genio como Buñuel, sé que es intentar aplicar cierta lógica a lo que no debe aplicarse sino simplemente disfrutarse, pero (iré al infierno cinematográfico por esto) personalmente hubiese acotado toda la magia surrealista a la habitación protagonista. Es decir, eliminaría apenas un par de detalles del comienzo y final de la cinta (los intencionados déjà vu iniciales y la secuencia final de la misa que resulta recargante y rompe la magia íntima de toda la película contenida en una sola ubicación). Pido clemencia.
Siguiendo con las referencias devotas, el argumento de partida es sencillamente celestial. Un grupo de burgueses envueltos en las más finas formas de cortesía son invitados a una fiesta de copete donde, en un momento dado y reunidos todos en una sola habitación, se ven incapaces de abandonarla por las más peregrinas razones. Una especie de brutal nudo psicológico de histeria colectiva que, sin razón aparentemente lógica, impide a sus víctimas abandonar la estancia. A partir de ahí se desatan las bajas pasiones y el ser humano se desvela como el lobo que es para sí mismo.
La trama, apasionante, comienza sin ser gran cosa en las formas (dejando aparte que Buñuel no era un maestro de la técnica fílmica -ni le interesaba- y que la película estaba ideada para mostrar el lujo burgués con un presupuesto mayor y más bien ambientada en el clasismo europeo, ya que el marco mejicano no resulta todo lo glamuroso y creíble que podía llegar a ser. Cosas de producción) y la dirección de actores no deslumbra precisamente en sus comienzos, donde las apariciones son corales y muy teatrales, con interpelaciones de diálogo muy preparadas y secuenciales. Eso sí, su relativa sobreactuación del reparto algo amateur (había familiares de productores y tampoco convencía totalmente a Buñuel), contribuye a reforzar esa tensión irreal del conjunto.
Dentro de la habitación se desata un delicioso y desasosegante sinsentido, plagado de referencias y obsesiones del propio director (el camarero que estudió en los Jesuitas; el reflejo de un águila en el agua donde hacen sus necesidades -recuerdos de infancia-, la forma de peinarse sólo una parte de la cabellera que sacaba de quicio en la famosa Residencia de Estudiantes de Madrid que compartió con Lorca o Dalí entre otros, etc.) y cargada de aciertos visuales, como la figura del oso salvaje en la mansión o la secuencia de enviar a un niño inocente por ver si logra traspasar el umbral psicológico. Por encima de todas, planea además una de las mejores secuencias y plano de la historia del cine: el rebaño de ovejas entrando en la estancia donde el grupo de burgueses hambrientos acecha en su borde. Sencillamente brutal.
La forma de desenredar el entuerto es tremendamente original, mágica, hermosa, magistral, imaginativa, pasmosa. Deja la impresión de haber asistido al enredo unos auriculares de cable hechos un burruño en la mochila. De forma casual y después de muchas vueltas, vuelven a su posición original y sólo así volverse reconocibles. Ver cómo los personajes se colocan en sus posiciones iniciales como piezas encajadas para dar con la solución deja con la boca abierta.
El cine español no es una excepción al cine general y, cuando fue realmente grande, lo fue en las décadas de los cuarenta, cincuenta y primeros sesenta. Si alguien duda de su calidad siempre cuestionada -a veces con razón- puede ponerse ésta que nos atañe; ‘El Verdugo’ de Berlanga o ‘El cebo’ de Vajda. No descubrimos nada si afirmamos que está entre lo mejor de la historia y que, si nos ponemos, podemos (extrapolable a muchos campos).
En fin, una obra maestra rotunda y sin paliativos, que es como contemplar la naturaleza humana dentro de uno de esos tubos de ensayo y que con una aleación química comienza a cambiar de color y a prepararse una espuma hipnótica y emocionante de ver mientras se desborda; que uno personalmente limaría un par de detalles en su principio y final pero que no deja de ser una opinión de lo más absurda y surrealista…
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