El 19 de febrero de 2016 nos dejaba Harper Lee. Fallecía con dos novelas, una escrita en 1960, “Matar a un ruiseñor”, y otra en 2015, “Ve, y pon un centinela”. No obstante, fue la primera de sus obras la que le granjeó la fama y le hizo entrar en la puerta grande las novelas inmemoriales. Genialmente llevada al cine de la mano de un inconmensurable Gregory Peck.
La vida de Scout Finch, una niña del condado de Alabama, transcurre plácidamente junto a su hermano mayor Jem y, en los veranos, junto al curioso Dill. Los tres niños viven intrigados por la misteriosa vida del vecino, Boo Radley, al que nunca han visto salir de su casa. Scout experimentará un gran cambio cuando su padre, Atticus Finch, abogado viudo, acepte la defensa de Tom Robinson, un hombre de raza negra acusado injustamente de violar a una mujer blanca. Los niños verán sobre ellos la burla de sus compañeros, a causa de Atticus, al que acusan de ser “amante de los negros”, y Scout se peleará con varios para defender el honor de su padre.
Novela que plantea una amplia reflexión moral sobre la igualdad de razas, de sexos, pero también sobre la magnanimidad de espíritu, el perdón, y la serenidad.
Y he aquí otro punto para la reflexión. Cuando el lector avanza por entre las páginas, cuando cree que no se trata más que de una novela que narra las aventuras de tres niños, cae inmediatamente en la cuenta de que no es así. Porque el verdadero protagonista del libro, es Atticus Finch. El hombre austero, abogado, poco llamativo, casero, familiar y reservado. El verdadero ejemplo moral que la autora quiere poner ante los ojos del lector:
“Atticus no hacía nada; trabajaba en una oficina, no en una droguería. Atticus no conducía un camión volquete del condado, no era sheriff, no cultivaba tierras, no trabajaba en un garaje, ni hacía nada que pudiera despertar la admiración de nadie (…)
No hacía las mismas cosas que los padres de nuestros compañeros: jamás iba de caza, no jugaba al póquer, ni pescaba, ni bebía ni fumaba. Se sentaba el porche y leía.”
Atticus no es un hombre, en principio, con una vida atractiva, pero es su serenidad, su juicio y sus valores innegociables lo que nos acaba cautivando. Hacer lo correcto y lo justo por encima de todo. Un caballero, un hombre de bien, que sin estridencias, sin circo mediático que lo acompañe, en el silencio del espíritu y de las convicciones interiores, nos va inculcando una gran y hermosa lección moral: para que el bien triunfe hacen falta hombres y mujeres que trabajen por ello. Y que el ejemplo es el argumento más poderoso.
“─Si no debes defenderlo, ¿por qué lo defiendes?
─Por varios motivos ─contestó Atticus─; pero el principal es que si no lo defendiese no podría caminar por la ciudad con la cabeza alta, no podría representar al condado en la asamblea legislativa, ni siquiera podría ordenaros a Jem y a ti que hicieseis esto o aquello”
En un mundo como el actual, donde podemos palpar con las manos la desigualdad y los prejuicios, las etiquetas y los clichés, no está mal volver sobre el clásico.
Se trata, en fin, de una novela que nos avisa, casi a modo de susurro o de consejo, que la conciencia es lo más valioso que tenemos, que más vale que seamos hombres y mujeres íntegros que vendernos por un puñado de monedas, que todos somos iguales, y que, en fin, matar a un ruiseñor es pecado. Dejemos que sea el propio lector el que descubra qué significa la expresión “matar a un ruiseñor”.
Novela deliciosa, escrita a modo de recuerdos de la infancia, en la que la dulzura contrasta en ocasiones con la dureza de la historia que se nos narra. Alterna momentos serios, dramáticos, encantadores e incluso cómicos. La sencillez, en fin, es una virtud. Y el libro destila esa sencillez que solo son capaces de alcanzar las obras maestras. Con razón se llevó el Premio Pullitzer.
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