La autora rumana ganadora del Premio Nobel de Literatura narra la historia de Leo en los tiempos de Stalin: reseña de Todo lo que tengo lo llevo conmigo.
«Who, with the concentration of poetry and the frankness of prose, depicts the landscape of the dispossessed»
(Nobel Prize, 2009)
Nunca antes había leído nada de un autor rumano y me recomendaron inaugurarme con Herta Müller, ganadora del Premio Nobel de Literatura el año 2009. Hice un poco de investigación y el libro Todo lo que tengo lo llevo conmigo me llamó la atención: una escritora que se atrevía a narrar las deformaciones del alma humana en primera persona durante una etapa de la Segunda Guerra Mundial.
Era inevitable con tal descripción evocar a la grande Aleksiévich y sus libros La guerra no tiene rostro de mujer o Voces de Chernóbil. Mientras Aleksiévich se basó en el testimonio de miles de mujeres y usó un estilo más periodístico, Müller escogió solamente la historia de Leo y un uso de las palabras más poético.
Müller, pues, escoge la historia de Leo para narrar la persecución sufrida por los alemanes rumanos en tiempos de Stalin. Sobre todo, viviremos sus días en el campo de concentración, donde permaneció más de cuatro años bajo duras condiciones laborales, hambre y frío. Esta publicación, más que una reseña de Todo lo que tengo lo llevo conmigo, es una reflexión sobre la obra.
Ya el título del libro es muy poético. Sin embargo, no es la traducción literal del rumano (que sería algo así como Oscilación de la Respiración): en español escogieron la primera frase que abre el libro y en inglés The Hunger Angel (el ángel del hambre), una figura metafórica recurrente a lo largo de la corta novela para apelar al hambre incesante del protagonista y todas las demás víctimas, un ángel que forma parte de sus cuerpos y que tiene vida propia. A mi parecer, hubiera sido un título hasta más adecuado.
Solamente una cosa destacaré de este libro: el potente ejercicio de empatía que el lector debe hacer para comprender la historia de Leo. Es imposible ponerse exactamente en la piel de Leo, pues ninguno de nosotros ha pasado por la tragedia de un campo de trabajo alemán, pero el ejercicio de visualización es el siguiente: ¿qué harías – o más bien – qué pensarías, qué pasaría por tu mente y en qué se convertiría tu mente si estuvieras en la situación de Leo? Sí, he replanteado la pregunta: qué harías no funciona, porque en un campo de trabajo no hay libertad ninguna, no hay opción de salirse de la rutina, pero qué pensarías…
Tienes todo el tiempo del mundo para pensar, para obsesionarte en tus pensamientos y aferrarte a lo último y único que te queda: el lenguaje. Creo que aquí reside la fuerza de la novela de Müller, su secreto para entender a Leo, y me satisface haberlo encontrado. Permíteme que use la reflexión de Germán Gullón en su reseña en El Cultural porque considero que no hay palabras más exactas para reflejar a lo que me refería:
“El protagonista sobrevivirá poniendo distancia verbal, imaginativa, ante tamaña miseria humana y moral; el horror sólo se puede aguantar si uno se distancia, renombrando la realidad mediante la lengua.”
Un ejemplo evidente de esta técnica es la división de los capítulos y sus títulos: Müller no se basa en experiencias o eventos para separar los capítulos sino que sobre todo llevan nombre de objetos, materiales (“madera y algodón”, “cemento”, “aguardiente de hulla”, etc) o pensamientos sobre cosas (“sobre hacer la maleta”, “sobre la pala del corazón”, “sobre el ángel del hambre” etc). Cuando leí el índice de capítulos por primera vez esperaba que fueran metáforas de situaciones pero el lector se encuentra que no, que Leo habla del cemento como tal si el capítulo se llama cemento. Horas y horas trabajando con cemento… Está en sus pensamientos y en sus sueños, y Leo comparte con el lector todo lo que para él tiene relación con el cemento. Es una obsesión infinita, una relación medicinal entre el lenguaje y los objetos de su día a día con el fin de escapar de la trágica realidad.
Aquí es donde me refería que el lector debe ejercer un enorme esfuerzo de empatía, porque sino todas las reflexiones de Leo que aparentemente pueden parecer triviales, sin sentido y desequilibradas, pero la realidad es que el lenguaje aquí tiene una relación muy estrecha con la supervivencia. Es el único que mantiene la llama de la esperanza encendida, aunque sea pura fantasía.
Es un libre muy triste. Sientes mucha pena por el protagonista y no por el hecho de que esté encerrado en el campo de concentración. Sus reflexiones, las humillaciones que recibe, el poco amor, su soledad, sus gestos… Te lo imaginas caminando, lo visualizas comiendo la sopa de col y te desmoronas. Cuando Leo sale del campo de concentración y se reúne de nuevo con su familia, esperas un final un poco más dulce: después de tanta tragedia, suplicas un poco de afecto para él y piensas «no te preocupes, te llevas tantos traumas y pesadillas pero vuelves con tu familia…». Y luego llega y es un completo extraño para ellos. Entonces, te das cuenta de que la supervivencia no lo es todo y cómo no podemos vivir sin nuestras tres emociones básicas: sin libertad, hay enfado. Sin seguridad, hay miedo. Sin amor, hay tristeza.
Después de esta reseña de Todo lo que tengo lo llevo conmigo, solo me queda decir: qué grande trabajo el de Müller al ser capaz de llegar a las emociones más básicas y a la deformación más profunda del ser humano, en sus actos pero sobre todo en sus pensamientos.
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[…] Un poco parecido a lo que pasó con Herta Muller, autora de Todo lo que tengo lo llevo conmigo (aquí tenéis la reseña), obra que narra la persecución sufrida por los alemanes rumanos en tiempos de Stalin. La autora […]